Cada viaje, cada escapada, por corta que sea, te enseña algo del mundo y de tí mismo.
En esta ocasión ha sido Menorca. De isla a isla. De paraíso a paraíso.
No he podido ver glosar en directo como quería. No he podido ver la Cova den Xoroi. No he podido ver Lithica. La temporada aún no ha empezado y todo está dormido. Sin embargo he podido ver su luz bañando los hermosos tejados, he podido ssentir lo que es vivir en una casa grande (al menos mucho más grande que la mía), y he podido conocer algo más a fondo a las personas que me acompañaban en esta escapada, corta pero suficiente.
He aprendido que si tu mente deja de acompañarte, tu cuerpo también. Que el cansancio puede aparecer cuando menos lo esperas y permanecer más tiempo del oportuno. Y que cualquier cosa puede hacer crack en tu humor y caer en picado. Luchando por detener esa caída, te superas, porque de un modo u otro lo acabas consiguiendo, y sacando una herramienta de ello. En este caso mi herramienta vino en forma de cápsulas de extracto de té verde, que se han convertido en mi talisman. Pequeñas dosis de salud.
Menorca es pacífica, lenta, bella y brillante. Sus colores son el azul, el blanco, el ocre y el verde. No sé describir Menorca más que con sensaciones: El sabor de la rica paella de pescado y marisco en s’Amarador, admirando el bello puerto de Ciutadella bajo la limpia luz de marzo. El olor a hierba fresca por el rocío de la mañana. La visión de casitas tan hermosas, que te llevan a imaginar cómo sería vivir en ellas.
De todos los momentos y sensaciones, me quedo con la primera mañana, cuando al subir a la linda terraza de la casita alquilada, la luz sobre los tejados históricos y terracitas colindantes me retuvo en un paréntesis de presente, de realmente estar allí, en ese momento, en ese lugar, absorbiendo el color, el frescor y el olor de ese instante para retenerlo para siempre. Para poder recurrir a él cuando lo desee o lo necesite a lo largo de mi vida. El segundo momento epifánico de mi vida.
La ciudad de Elena 