
Pocas personas permanecen al lado de otras simplemente por el placer de estar juntos. Se nos inculca que la soledad es mala, triste, y que las cosas no saben igual si no es en compañía, que es imposible disfrutar solo. ¿Acaso no sigue siendo de avellana el helado que estás saboreando si no hay alguien a tu lado? ¿Deja de estar delicioso si no hay alguien a quien contarle lo rico que está? Y de esta forma nos entra el pánico ante la idea de quedarnos solos, sin una persona que creamos que nos necesita tanto como nosotros a ella. Creamos dependencia. Por ello en muy pocos casos se da el amor auténtico, que debería ser, ante todo, libre. Pocas veces el motivo real para permenecer al lado de alguien es por simple y puro amor, sino más bien es fruto de la necesidad que tenemos a formar parte de algo, y del miedo a perder la identidad y el valor si no somos «la novia de…» o «el marido de…», a soportar las miradas de lástima en la gente porque «pobrecita está sola, nadie la quiere»-utilizo el femenino porque en este caso las mujeres son las que se sienten más desvalidas-, y en un mundo que venera la juventud y la belleza, este miedo crece proporcionalmente a la cantidad de vueltas que da el planeta alrededor del sol.
¿Por qué pensamos que el amor auténtico es el no poder vivir sin la otra persona, el contar los minutos que faltan para poder estar de nuevo con el otro? Las canciones, las películas, los libros no conciben el amor si ausencia no es agonía, si el sentimiento no invita a querer poseer al otro (eres mía, soy tuyo…), si no se está dispuesto al sacrificio.
Pero si te duele la tripa, te duele a sólo a ti. Tu sufrimiento, por mucha gente querida que tengas al lado, lo sufres tu sólo. Cierto que parece que la pena en compañía es menos pena, y en verdad así es. Pero es imposible estar cien por cien con alguien. Siempre llegan los momentos en los que tendrás que enfrentarte contigo mismo, con tu mente, tus recuerdos, tus temores y tus dolores. La pregunta es ¿por qué no podemos también disfrutar solos?